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La cerveza

La cerveza

No podemos despedir este capítulo sin hacerle los honores a la cerveza, así que toma buena nota e instruye a tus colegas.

Siempre hemos pensado que eso de beber cerveza y de convertirse en orondos barrigones a fuerza de engullir refrescantes pintas y tanques rebosantes de espuma era cosa de otras latitudes, pues bien, ahora resulta que no hay nada más celtíbero y castizo que apagar la sed con una buena jarra de ese néctar dorado coronado de espuma.

Dicen que de lo que se bebía en la antigüedad en nuestras tierras tuvieron que ver mucho los fenicios. Se constata que antes del siglo XII a.C., y estamos hablando de hace más de 3200 años, aquí solo se consumía cerveza y fue precisamente tras la llegada de los fenicios, cuando se fue imponiendo el cultivo de la vid y la vinificación de sus bayas. La cerveza fue cediendo terreno poco a poco hasta quedar recluida a las áreas del norte de España o a los lugares donde el cultivo de la vid se hacía más complejo.

Sabed que la cerveza nació en Mesopotamia

Fue en Mesopotamia donde se domesticaron los cereales y mediante la hibridación y la selección genética primitiva, se consiguieron granos de calidad y aptos para una efectiva explotación agrícola. Es por tanto de aquellas latitudes y de aquellos tiempos remotos, hace casi ya más de 5000 años cuando se inventó la primera cerveza. La aparición de las primeras fuentes que nos cuentan sobre su fabricación nos llega de la primera civilización sumeria, cuando sobre las tablillas impresas con su escritura cuneiforme se descubrió un ideograma donde se representa un recipiente repleto de agua y grano. En lengua sumeria se pronunciaba algo así como kas. Pero lo curioso de ese apelativo es que no es de origen mesopotámico, así como todos los demás que relatan el proceso de su fabricación, más bien es de origen acadio. Los acadios eran un pueblo mítico que hunde sus orígenes en esa temida protohistoria donde los historiadores oficiales evitan inmiscuirse no sea que queden atrapados en su cieno. Eran gentes como aquel relato (y recreado en película hollywoodiense) que cuenta la legendaria fundación de Egipto por el rey Escorpión, o sea, que toda esta perorata para confirmar que esto de la cerveza se pierde realmente en las brumas del mito. Las primeras huellas de su producción aparecieron en las conocidas como Tablillas Arcaicas de Uruk, en lo que hoy es la actual Irak. El proceso se realizaba a partir de de cereales germinados y malteados en húmedo. Luego, detenido el malteado, se calentaba en agua con diversos productos aromáticos que bien pudieran sustituir al lúpulo, como la conocida cuscuta. Tras este proceso se dejaba fermentar y listo.

Y he aquí uno de los primeros poemas dedicados a las excelencias de este fermentado dorado.

¡Oh cuba de cerveza! ¡Cuba de cerveza!

¡Cuba de cerveza que beatificas las almas!

¡Copa que pone el corazón alegre!

¡Cubilete tan indispensable!

¡Jarra llena de cerveza!

(…/…)

¡Voy a traer cerveceros y coperos, para que

nos sirvan ríos de cerveza en corro!

¡Qué placer!¡Qué delicia!

¡Para sorberla beatamente,

para alabar con alegría este noble licor.”

con el corazón feliz y el alma radiante!

Tablilla sumeria del III milenio a. C. descubierta y traducida por M.Civil.

El consumo de la cerveza a lo largo de la historia continuó afianzándose, extendiéndose por todo Oriente Próximo y Egipto y arribando a todos los puertos del Mediterráneo. A tanto llegó, que en la Babilonia de Hammurabi, y según su propio código de leyes, se condena a morir ahogado a todo aquel tabernero que la adulterara modificando su precio.

Evidentemente, el vino y la cerveza convivieron y en ocasiones era uno el que se imponía al otro, principalmente por la latitud donde se asentaran los pueblos y civilizaciones, y en segunda instancia por las modas y gustos que tuvieran. Por poner un ejemplo, los griegos conocen la cerveza egipcia desde los tiempos de Alejandro y mucho antes aún, pero se sorprenden ante las costumbres de los bárbaros invasores del norte que como contaba Posidonio:

Tras cubrir el suelo de heno, beben vino de cebada y organizan festines en unas mesas bajas de madera

Aristóteles también participaba de la convivencia de ambas bebidas y contaba que la principal diferencia entre los efectos de la cerveza y del vino, era que el primero producía cierto adormecimiento y la segunda pesadez de cabeza. Seguro que el gran sabio heleno  solo bebía vino peleón.

Los santos patronos de los cerveceros

Todo buen consumidor de cerveza debiera conocer que la cerveza también disfruta de su santo patrón, pero no solo de uno, sino de dos. En un exceso beodífico, que no beatífico, hubieron dos Arnoldos santos dos. San Arnoldo de Soissons, que nació en Francia en el año 1087 y que se erigió en patrono de los cerveceros por haber aconsejado a los habitantes de Soissons a beber únicamente cerveza en vez de agua del río, ya que una grave epidemia devastaba las poblaciones de alrededor debido al mal estado en el que bajaban. A celebrar su sabia decisión el 15 de agosto.

Por otro lado, estaba san Arnoldo de Metz, un obispo que se retiró como ermitaño y que obró el milagro de las cervezas ocurrido durante la procesión del traslado de sus reliquias, un caluroso mes de julio del año 642. Cuenta su relato que hacía un calor terrible y que para gran tristeza de los romeros se había terminado la cerveza. Pero hete aquí que uno de los devotos que llevaba una jarra la encomendó a la memoria del santo y de ella comenzó a brotar cerveza sin parar, como si de un manantial se tratara. La tradición confirma que fueron más de dos centenares los que saciaron su sed de la jarra. A celebrar el 18 de julio.

Celia, nuestra primera cerveza

La cerveza que producíamos en la península se conocía como celia o corma, según cuentan los historiadores romanos que vinieron a conquistar Hispania para el Imperio. El grano utilizado para su confección era de cebada o trigo y su proceso era muy primitivo. El grano se empapaba en agua y se ponía posteriormente a secar. Después pasaba a la molienda obteniendo una harina muy basta. La harina se mezclaba con la conocida como hidromiel (que no era otra cosa que miel disuelta en agua) y se dejaba fermentar con los azúcares que contenía en grandes tinajas abiertas, donde la levadura que de natural aportaba el contacto con el aire potenciaba el proceso. El resultado era una cerveza un tanto turbia y de sabor áspero que producía al que la tomaba cierto estado de embriaguez.

Los recipientes para su consumo fueron de muy variado tipo y parejos a la condición social del bebedor. Lo mismo se realizaba en cuencos de cerámica cocida que se hacía en copas metálicas o en llamativos cuernos de toro con trípode. El primer testimonio escrito del consumo de la cerveza en España nos viene por el historiador  y obispo Paulo Orosio, que relató el asedio romano de Numancia, donde los numantinos salían a batirse al cerco bajo los efluvios de una bebida conocida como celia. Después llegaría el relato del romano Plinio el Viejo o del sevillano san Isidoro que lo reflejó en sus Etimologías.

De todos modos, las investigaciones al respecto de las cervezas que se preparaban en la España primitiva, llevan incluso a pensar que pudieran haberse dado ya al tiempo de la conocida como cultura del vaso campaniforme (2000 a. C.), conclusiones a las que llegaron un equipo de investigadores de la Universidad de Zaragoza.

Aunque la tradición era profunda, el vino ganó finalmente el pulso y hubo que esperar más de mil años para que la llegada de Carlos I, un monarca nativo del norte de Europa y gran aficionado a la cerveza, reintrodujera la afición por la cerveza. Pero aquella costumbre no pasó de ser una afición cortesana, ya que el primer privilegio real para el establecimiento de la primera industria cervecera no se dio hasta llegado el año 1643. Los primeros impuestos que la gravaron se impusieron en el año 1679 por el monarca Carlos II conocido como El hechizado, ingresos con los cuales quiso sufragar sus esponsales con Maria Luisa de Borbón. Debió haberla probado en vez de quedarse solamente con el resultado de la gabela, quizá aquello le hubiera enervado las energías necesarias para aportar un sucesor y nos hubiera ahorrado a los españoles una guerra, así de simple.

La cerveza pasaría a ser monopolio estatal desde 1701 a 1833. A partir de su liberalización fue cuando se fundamentaron las bases de las modernas cervecerías y de su poderosa industria.

Carlos I, emperador de la cerveza

El nieto de los Reyes Católicos, llegó a España portando las costumbres de su tierra natal, Flandes, y uno de sus hábitos más arraigados era el de beber cerveza. Esta bebida no había perdido el liderazgo ante el vino como sucedió en España. Básicamente porque no eran tierras donde la vid pudiera cultivarse y todo el vino que se bebía era importado y al alcance de muy pocos. De Carlos I de España conocemos su exacerbado sibaritismo y de lo pantagruélico de sus modos ante la mesa, lo de la cerveza, fue verdadera pasión, de hecho se le reconoce el mérito de ser el reintroductor de ésta bebida en España.

En aquellos tiempos, la elaboración de la cerveza dependía fundamentalmente de la obtención del lúpulo. Una planta que crecía y se cultivaba precisamente en las tierras flamencas y que prácticamente disfrutaban de su monopolio. Carlos I no dudó en hacerse acompañar por algunos maestros cerveceros que a su vez introdujeron en nuestro país las nuevas técnicas para la elaboración de la cerveza. A tanto llegó su afición, que en el año 1557, cuando decidió retirarse al cacereño monasterio de Yuste, lugar donde pasaría sus últimos días, mandó instalar sin dilación una pequeña fábrica de cerveza que dirigió su más excelso maestro cervecero, Enrique Van der Tren. El monasterio contaba con las instalaciones necesarias para la elaboración de la cerveza, así como los almacenes donde guardar la cebada y la avena con la que se elaboraba. Aún así, el emperador nunca renunció a que le hicieran llegar de vez en cuando, algunos buenos barriles de su tierra natal.

Las virtudes de la bebida fueron ya descritas por uno de sus médicos personales, calificándola de laxar el vientre y producir orina, regeneradora de la sangre, y muy nutritiva. Con todo, los españoles del siglo de Oro siguieron pegándole al vino y no llegó su eclosión hasta bien entrado el siglo XIX.